Chile: Racismos, incendios y dictaduras





Tito Tricot

ALAI AMLATINA, 09/01/2012.-
Los senderos de la memoria son inextricables, como el canto de los búhos en las sombrías noches de invierno. No se sabe de dónde viene y tampoco hacia dónde se dirige aquel ulular oscuro y melancólico que parece buscar compañía, pero – en realidad – sólo esconde los misterios del universo en la caverna del olvido. Porque, los humanos no entienden la memoria sin el olvido y aquellos en el poder se encargan de tanto en tanto de recordarnos que es mejor olvidar que develar los secretos de la historia que son sus propios secretos. Terribles y feroces son, como el miedo a que se descubran y redescubran, escriban y re-escriban los racismos, incendios y dictaduras de las clases dominantes que de tanto ocultarlos han terminado por hacer creer a muchos que jamás existieron. Pero, a pesar de oligarcas de antiguo o nuevo signo, en el barco de la memoria siempre viajan marineros irreductibles que guardan en ánforas de plata recuerdos dolorosos de la barbarie de aquellos que dicen haber construido la república en nombre de la civilización o que, un siglo después, claman haber restaurado la democracia en nuestro país, instalando sólo un régimen militar y no una dictadura. Son los mismos que llaman terroristas a los mapuche mientras los asesinan a balazos.

Pero digamos las cosas por su nombre: aquí no hay nada nuevo. Basta con hurgar la superficie de nuestra historia para exhumar aquello que se ha pretendido esconder por vergüenza o descaro. Entre ellos, el racismo entronizado en las elites chilenas que es de larga data y que se ha transformado en ideología y en política pública desde los orígenes de la república que, por lo demás, nada tuvo de democrática. Sin embargo, tuvo un parlamento elitista, excluyente y oligárquico que permitía que un connotado intelectual y político, como lo fue Benjamín Vicuña Mackenna, declarara, refiriéndose a los mapuche, que el indio no era “…sino un bruto indomable, enemigo de la civilización porque sólo adora todos los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del salvaje…”. Aunque tenía la delicadeza de señalar que “la conquista no quiere decir bajo ningún concepto exterminio; y que bien puede subyugarse a los indígenas sin matarlos”. El objetivo, sin duda, era apropiarse de territorio mapuche para – como planteaba claramente el Diario El Mercurio en 1859 – “formar de las dos partes separadas de nuestra República un complejo ligado; se trata de abrir un manantial inagotable de nuevos recursos en agricultura y minería; nuevos caminos para el comercio en ríos navegables y pasos fácilmente accesibles sobre las cordilleras de los Andes…en fin, se trata del triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la humanidad sobre la bestialidad”.

Ni para Vicuña Mackenna ni para El Mercurio importaban los mapuche, por el contrario, constituían un estorbo para lo que se consideraba el desarrollo y el progreso chilenos. Es lo mismo que acaeció más de un siglo después cuando se fomentó la expansión de la industria forestal en territorio mapuche, acrecentándose el despojo de este pueblo originario, después de todo, como sostuvo Juan Agustín Figueroa, ex ministro de Agricultura de la Concertación, a los mapuche hay que reciclarlos.

Como la basura, suponemos, como desperdicio o limpieza étnica, suponemos, como la limpieza que se hizo con sus tierras para allí instalar colonos extranjeros en el siglo diecinueve, porque el más grande incendio de que se tenga memoria en nuestro país no lo provocaron ni los mapuche ni turistas ni ciudadanos comunes y corrientes, sino que el Estado de Chile. Claro, porque la colonización del sur de Chile fue una política de ocupación impulsada desde el Estado con grandes recursos económicos e institucionales. De hecho, el presidente Manuel Montt designó a Vicente Pérez Rosales como agente de Colonización de Valdivia y Llanquihue y éste último procedió, no sólo a facilitar la llegada de alemanes y otros inmigrantes europeos, sino que a arrasar el bosque nativo, incendiando la selva valdiviana para desbrozar el territorio y hacerla apta para la agricultura y el usufructo de los europeos. Una vez más, no importó que allí habitaran los mapuche quienes, nos imaginamos, contemplaban estupefactos como ardían sus tierras, lugares sagrados y espacios de reproducción cultural.

Los incendios fueron un acto de terrorismo de Estado, como lo fueron las violaciones de los derechos humanos verificados en Chile durante la dictadura militar. Por lo mismo, el cambio que pretende realizar el gobierno en los textos escolares para suprimir el término dictadura por el de régimen militar no es algo inocente. Es un peligroso giro ideológico que busca obliterar la memoria y seguir escondiendo los feroces secretos de las clases dominantes, como siempre lo han hecho. Loreto Fontaine, coordinadora nacional de la Unidad de Currículum y Evaluación del Ministerio de Educación ha sostenido que “el cambio es de índole más general. No se refiere sólo a una palabra sino a enseñar a pensar”. ¿A enseñar a pensar qué? ¿Qué no existieron los torturados, los asesinados, los presos, las mujeres violadas, los desaparecidos? ¿Qué no se vivieron y sobrevivieron 17 años de represión y terror?

Puede que los caminos de la memoria sean sinuosos y que aquellos en el poder intenten de cualquier manera esconder sus secretos, pero en el barco de la memoria siempre viajan marineros irreductibles que conservan en sus vetustos recuerdos la verdad oculta: que el Estado ha provocado más incendios que nadie; que el racismo aflora todo el tiempo, ya sea en la vinculación de los actuales y lamentables incendios en el sur con la causa mapuche – sin prueba alguna – o en la aplicación de la Ley anti-terrorista a los mapuche cuando, simultáneamente, se pretende blanquear la historia reciente eliminando por decreto a una dictadura terrorista de las aulas de clase. Si hay que hablar de racismos, incendios y dictaduras, hay que decir las cosas por su nombre.

Enero 2012

- Dr. Tito Tricot es sociólogo, director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe (CEALC), Chile.







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